Vista hoy, The Running Man conserva un encanto muy particular, más ligado a su contexto y a su intuición satírica que a su valor estrictamente cinematográfico. Es una película hija de los años ochenta, exagerada, musculada y ruidosa, pero también sorprendentemente visionaria en algunos de los temas que plantea.
Como cine de acción, funciona de manera irregular. La puesta en escena es sencilla, los enfrentamientos están pensados más como espectáculo que como tensión real y el tono oscila constantemente entre la parodia involuntaria y el divertimento puro. Schwarzenegger hace exactamente lo que se espera de él: carisma físico, frases lapidarias y una presencia que sostiene la película incluso cuando el guion es limitado.
Donde la película gana interés es en su sátira sobre los medios de comunicación y el entretenimiento. La manipulación de la imagen, la construcción artificial del enemigo y la conversión del sufrimiento en espectáculo resultan hoy inquietantemente familiares. Lo que en su momento podía parecer una exageración grotesca, ahora se percibe con un poso casi profético.
No es una gran adaptación de la novela de Stephen King ni una obra especialmente refinada, pero sí un producto honesto, entretenido y con una segunda lectura que ha envejecido mejor de lo que cabría esperar. Vista sin nostalgia excesiva, se disfruta más por lo que sugiere que por lo que muestra. Y siempre mola ver al gran Arnold.