Rickard utiliza su sórdido apartamento para rodar películas porno. Su hijo Eric, un muchacho enfermizamente tímido, se pasa el día en su habitación, y se aturde con música para no escuchar los gemidos de los actores, aunque a veces espía las escenas. Rickard hace mucho que va cuesta abajo, está en las últimas, aún así sigue considerándose una estrella del género. Cuando bebe, su megalomanía se vuelve inquietante y peligrosa, cuando comparte botella con su pareja de actores favoritos, tan rotos como él, son tres kamikazes sin límites ni normas.
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